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Vivimos en una época en la que se habla mucho de vínculos, de conexiones emocionales y de relaciones afectivas saludables. Sin embargo, en medio de tanto discurso romántico o aspiracional, persisten casi camufladas como expresiones de cuidado o amor las relaciones limitantes. Aquellas que restringen la individualidad, desdibujan los límites personales y deterioran la posibilidad de crecimiento genuino, tanto individual como colectivo. Una relación limitante no siempre se manifiesta con gritos o con control explícito. A menudo opera de manera más sutil, exige la disponibilidad constante, restringe los espacios individuales, cuestiona la autonomía, y sanciona los intentos de exploración personal. El tiempo, en estas dinámicas, deja de ser un recurso compartido y se transforma en una herramienta de fiscalización. Las actividades personales, las amistades externas o incluso los sueños individuales se ven condicionados al grado de “aceptabilidad” dentro del vínculo.
Paradójicamente, esto ocurre en relaciones que se autodenominan amorosas. Se promueve una falsa idea de fusión absoluta, donde “ser uno solo” se convierte en la meta idealizada. Pero perderse en el otro no es amar, es diluirse. Pues, cuando una de las partes comienza a sentir que debe pedir permiso para existir, la relación ha cruzado la línea hacia lo limitante. Desde la perspectiva clínica, hemos observado cómo estas dinámicas afectan profundamente la salud emocional. La ansiedad, la baja autoestima, el sentimiento de culpa por querer espacio o por desear algo distinto, son señales claras del impacto que tiene cohibir la individualidad. Además, estas relaciones suelen volverse más inestables con el tiempo. Pues el intento de controlar lo incontrolable, o sea, el deseo propio del otro genera tensiones, resentimientos y rupturas silenciosas.
La persona que habita una relación limitante suele experimentar un conflicto interior entre el deseo de pertenecer y la necesidad de ser. Como bien planteó Abraham Maslow “Uno no puede elegir sabiamente en la vida a menos que se atreva a escucharse a sí mismo, a su propio yo, en cada momento” (Maslow, 1968, Toward a Psychology of Being). Esta afirmación nos recuerda que ignorar nuestra voz interna en nombre de una relación puede alejarnos de nuestra esencia y sabotear la posibilidad de autorrealización; y es que no hay vínculo sano si se sacrifica constantemente el sí mismo. Para quien vive bajo estas estructuras, el daño es doble, pues se ve obligado a elegir entre la conexión o la autenticidad. Teniendo para la relación en sí, un riesgo evidente, pues las relaciones que no permiten evolucionar se estancan; y lo que no evoluciona no es sano.
El amor sano no pide renuncias vitales. No impone una forma única de ser, ni exige fusiones perpetuas. Todo lo contrario, celebra la diferencia, se nutre del espacio propio y de la capacidad del otro para expandirse. Entiende que el crecimiento personal no es una amenaza, sino una inversión en la fortaleza del lazo. En un mundo que nos exige autenticidad y adaptación constante, las relaciones no pueden convertirse en cárceles afectivas. Necesitamos vínculos donde podamos ser, explorar, dudar, crear y hasta reinventarnos, sin miedo a ser castigados por ello. Porque solo cuando somos libres dentro del amor, podemos amar de verdad. Renunciar a uno mismo en nombre del amor nunca será un acto noble, sino una forma silenciosa de autoabandono.
Toda persona tiene el derecho y el deber consigo misma de aspirar a una vida plena, donde sus valores, pasiones, sueños y autonomía no sean moneda de cambio en la construcción de un vínculo. Lo correcto no es someterse, sino sostenerse; no es callar lo que se es, sino expresarlo con dignidad. Porque cuando el amor exige que dejemos de ser quienes somos (aspectos que no dañan), lo que está en juego no es solo la relación, es nuestra identidad, nuestro bienestar emocional y nuestra capacidad de construir vínculos sanos a futuro. Las consecuencias de ceder ese terreno son profundas, se erosiona la autoestima, se instala la frustración, y se aprende, muchas veces con dolor y no desde la felicidad.
Ninguna relación debe valer más que la paz con uno mismo, y no me refiero a no tener compromiso afectivo o desdén por lo que piensa la otra parte, pero esa forma de entenderlo y validar al otro(a)(e) no puede menoscabar la esencia individual. Lo que al final de los días, en el último momento de vida puede significar sentirse realizado y no con la pesadumbre de sentir haber vivido únicamente para otros…