La conducta nunca es el punto inicial, sino el inicio de una conversación mucho más profunda. En las escuelas, vemos a diario manifestaciones conductuales que suelen etiquetarse con rapidez: “problemas de disciplina”, “falta de límites”, “conductas desafiantes desde la “malcrianza”. Sin embargo, quienes ejercemos esta profesión sabemos que la conducta es, en muchas ocasiones, el lenguaje que utiliza un niño o un adolescente, cuando no cuenta con las palabras, la madurez emocional o el acompañamiento necesario para expresar lo que siente y vive. Cada estudiante que llega a la oficina de Trabajo Social trae consigo una historia que no siempre es visible en el salón de clases. Hay niños y niñas que cargan duelos no resueltos, dinámicas familiares complejas, experiencias de rechazo, carencias afectivas, ansiedad desde un asunto patológico y/o por trauma, miedo o una profunda necesidad de ser vistos y validados. Esto sin contar con otros diagnósticos complejos del individuo que podrían existir y/o relacionarse. Desde esa realidad, la conducta se convierte en una respuesta adaptativa, no en un acto aislado ni caprichoso.
Uno de los grandes retos del Trabajo Social Escolar es sostener una mirada integral en un sistema que, por naturaleza, demanda resultados rápidos. La escuela opera con normas claras, manuales de convivencia y procesos administrativos necesarios para garantizar el orden y la seguridad. Sin embargo, el reto profesional está en no permitir que la norma desplace la humanidad. Atender la conducta sin atender a la persona es intervenir solo en la superficie del problema. Los procesos individuales con estudiantes requieren tiempo, consistencia y una lectura sensible del contexto. No todos los niños reaccionan igual ante una misma situación, porque no todos han vivido lo mismo. Hay estudiantes que explotan emocionalmente porque han aprendido que esa es la única forma de ser escuchados; otros se retraen, se aíslan o se vuelven extremadamente visibles a través de su comportamiento disruptivo.
Todos estos extremos merecen atención, acompañamiento y una respuesta profesional que no juzgue, sino que comprenda: y no solo al estudiante, sino, a las familias que no cuenta con los recursos para afrontar dicha realidad como aquellas que no aceptan una verdad siendo la manifestación conductual un silogismo constante. Desde el Trabajo Social Escolar también enfrentamos el reto de equilibrar la empatía con la responsabilidad. Comprender no significa justificar, y acompañar no implica eliminar consecuencias. Parte de nuestra labor es ayudar al estudiante y a sus familias a reconocer el impacto de sus acciones, desarrollar habilidades de autorregulación emocional y construir alternativas más saludables para relacionarse con su entorno. Este proceso no ocurre de la noche a la mañana; es gradual, a veces regresivo, y profundamente humano. Especialmente cuando las partes intentan minimizar la conducta con la justificación de la retroalimentación recibida por los entes externos.
Otro desafío constante es la percepción social de que la conducta problemática es únicamente un asunto escolar. La realidad es que la escuela refleja lo que ocurre en otros espacios de vida. Pretender resolverlo todo desde el plantel es desconocer la complejidad del desarrollo infantil y adolescente. El Trabajo Social actúa como un puente, no como un sustituto de las funciones familiares ni de los apoyos especializados externos. Siendo aquí donde surge un llamado necesario y urgente a las familias. La escuela no reemplaza el hogar, ni los profesionales pueden suplir los vínculos primarios, aunque si debemos sumar. La coherencia entre lo que se trabaja en la escuela y lo que se refuerza en casa es esencial para el desarrollo socioemocional de los(as)(es) estudiantes. Escuchar a los hijos, validar sus emociones, establecer límites claros y buscar ayuda cuando algo sobrepasa las capacidades familiares no es un signo de debilidad, sino de compromiso y amor responsable.
De igual forma, es indispensable fortalecer la colaboración con los recursos de apoyo, psicólogos, trabajadores sociales, trabajadores sociales clínicos, psiquiatras y agencias; e incluso y muy importante, con el personal docente. Los niños y adolescentes no pueden seguir cargando solos con sistemas fragmentados. La intervención efectiva ocurre cuando existe comunicación, seguimiento y una visión compartida centrada en el bienestar integral del menor. A los colegas, tengan claro que el Trabajo Social nos recuerda que colaborar no es solo referir, sino acompañar procesos humanos en construcción. Detrás de cada conducta hay una historia que merece ser escuchada. La verdadera transformación ocurre cuando, como sociedad, dejamos de preguntarnos únicamente “¿qué hizo?” y “¿hasta cuándo?” y comenzamos a cuestionarnos “¿qué está viviendo?”. Ese cambio de mirada no solo beneficia a los estudiantes; nos humaniza a todos.

