En el escenario educativo contemporáneo, las conductas de los(as)(es) estudiantes se han convertido en un espejo que refleja no solo sus realidades individuales, sino también las dinámicas familiares, comunitarias y sociales que los atraviesan. Sin embargo, frente a comportamientos desafiantes, impulsivos o disruptivos, todavía observamos una tendencia preocupante; la búsqueda de culpables antes que la construcción de soluciones. En este contexto, la verdadera transformación comienza cuando los padres, maestros y profesionales del Trabajo Social se vinculan desde la aceptación plena del ser humano que hay detrás de cada conducta.
Aceptar no significa justificar. Aceptar implica reconocer que toda manifestación conductual tiene un origen, una historia y un propósito. Significa mirar al niño o joven más allá de su síntoma, y entender que, muchas veces, su conducta es el lenguaje posible ante emociones no procesadas o realidades que rebasan su capacidad de expresión. Cuando los padres asumen esta comprensión, dejan de ver la disciplina como castigo y comienzan a verla como acompañamiento. Cuando los maestros la asumen, transforman el control en contención y el señalamiento en oportunidad educativa, y cuando el Trabajador Social articula ambas miradas; la escuela se convierte en un verdadero espacio de crecimiento integral.
El papel de los padres es, por tanto, insustituible. Su presencia no debe limitarse a firmar notas o asistir a reuniones, sino a involucrarse emocionalmente en el proceso formativo de sus hijos. El acompañamiento parental se nutre del diálogo constante, de la observación sin juicio y del reconocimiento de los límites y necesidades del menor. Un padre o madre que acepta la realidad de su hijo tal cual es, sin negarla ni distorsionarla, contribuye a un vínculo terapéutico que fortalece la autoestima y la regulación emocional del menor. En cambio, la negación, la proyección o la culpa terminan por perpetuar los mismos patrones de conducta que se desean corregir.
Los maestros, por su parte, ocupan un rol determinante en esta ecuación. Su función trasciende la enseñanza de contenidos académicos; son agentes de desarrollo emocional y social dentro del aula. El maestro que observa escucha y adapta su intervención a las particularidades del estudiante se convierte en un aliado del proceso terapéutico y educativo. Es necesario comprender que el maestro no sustituye al terapeuta ni al padre, pero sí representa una figura de referencia que puede modelar autocontrol, empatía y resiliencia. Por ello, el trabajo colaborativo con el Trabajador Social Escolar debe ser continuo, basado en la confianza mutua y en la comunicación clara.
En medio de este triángulo relacional, el Trabajo Social ocupa un lugar ministerialmente definido y éticamente comprometido. El Trabajador Social no actúa como juez ni como mediador neutral, sino como un profesional que garantiza el cumplimiento de los derechos y deberes de cada parte. Su intervención está sustentada en la evaluación integral del estudiante, la orientación a padres y maestros, y la canalización de los recursos necesarios para atender las dimensiones emocionales, sociales y educativas que se entrelazan en cada caso.
Además, la obligación ministerial del Trabajador Social dentro del sistema educativo le impone la responsabilidad de servir como enlace entre la familia y la administración escolar, promoviendo la justicia, la inclusión y la equidad. Es el profesional que traduce las preocupaciones de los padres en planes de apoyo, que acompaña a los maestros en la implementación de estrategias conductuales, y que orienta a los equipos directivos sobre políticas de intervención, protocolos y procesos disciplinarios basados en la dignidad humana. En otras palabras, representa la conciencia social del sistema educativo.
La conducta del estudiante no puede analizarse como un fenómeno aislado. Cada manifestación, ya sea de rebeldía, tristeza o evasión, es un mensaje que requiere escucha activa y respuesta empática. Cuando la escuela, la familia y el Trabajo Social logran operar como un sistema interdependiente, el resultado es una comunidad educativa más humana, más consciente y efectiva. Educar desde la aceptación plena no es una tarea sencilla; exige humildad, empatía y compromiso compartido. Pero solo cuando los padres deciden mirar a sus hijos desde la comprensión, los maestros desde la empatía, y el Trabajador Social desde su deber ético y ministerial, podremos afirmar que la educación cumple con un propósito más noble, uno más allá del logro de una mera instrucción tradicional. Formar seres humanos capaces de convivir con sentido, respeto y esperanza es necesario; y en esto, créanme, que los niños no son el principal problema…
