En la vida moderna, donde el tiempo se mide en agendas apretadas y compromisos inacabables, muchas personas confunden el simple hecho de existir con el verdadero acto de ser. Existir es respirar, ocupar un espacio en el mundo, cumplir con la rutina diaria. Ser, en cambio, implica consciencia, autenticidad y la capacidad de reconocer nuestra identidad en medio de la multitud. No es lo mismo caminar por la vida en piloto automático que vivir con propósito, apertura y sentido. Cuando hablamos de existir, nos referimos a ese estado básico en el que las personas se limitan a sobrevivir. Se cumplen responsabilidades, se satisfacen necesidades inmediatas, pero rara vez se detienen a cuestionar si lo que hacen responde a lo que desean o sienten. Esta forma de vida puede llevar a una desconexión emocional: la persona trabaja, paga cuentas, resuelve problemas, pero no encuentra satisfacción real. Es como si la vida se redujera a un guion repetido, donde el protagonista nunca se pregunta quién es ni qué quiere ser.
Psicológicamente, esta forma de existir puede asociarse al desgaste emocional y al vacío existencial. Viktor Frankl (2004), psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, advertía que el ser humano no sufre tanto por el dolor mismo, sino por la falta de sentido frente a ese dolor. En otras palabras, cuando existimos sin proyecto, sin claridad en nuestras metas vitales, cualquier dificultad pesa más porque no tiene un “para qué” que la sostenga. Ser es mucho más que existir, es un proceso activo de autoconciencia y construcción. Significa reconocer nuestras emociones, valores y contradicciones, y tener el valor de mostrarnos como realmente somos. Ser no siempre es fácil, requiere honestidad y a veces duele, porque nos obliga a mirarnos sin máscaras. Pero esa autenticidad abre la puerta a la plenitud.
En la práctica clínica, acompañar a una persona en el tránsito de “existir” a “ser” implica fomentar la capacidad de estar presente, de nombrar lo que siente, de identificar lo que anhela y de tomar decisiones coherentes con su esencia. Se trata de cultivar la diferencia entre vivir por costumbre y vivir por elección. La Psicología Humanista de Carl Rogers (1995) planteaba que cada individuo posee una tendencia innata hacia la autorrealización, un impulso a crecer y convertirse en la mejor versión de sí mismo. Ese impulso se bloquea cuando nos adaptamos únicamente a lo que otros esperan de nosotros o cuando dejamos que el miedo gobierne nuestras elecciones. Ser, entonces, es arriesgarse a habitar la vida con autenticidad, aun cuando ello implique enfrentar juicios o incomprensiones.
No podemos negar que la existencia, con sus rutinas y obligaciones, es necesaria: necesitamos estabilidad, estructura y hábitos. El problema surge cuando ese existir se convierte en la única forma de vida, anulando el espacio para preguntarnos quiénes somos y qué nos da sentido. En ese punto, la rutina se transforma en prisión. Ser, en cambio, nos invita a buscar un equilibrio. Significa trabajar, cuidar responsabilidades y enfrentar retos, pero sin perder la esencia. Significa encontrar tiempo para lo que nos apasiona, expresar lo que sentimos y aceptar que somos vulnerables y cambiantes. No se trata de una invitación a la perfección, sino a la congruencia.
No es lo mismo existir que ser. Existir es sobrevivir en automático; ser es vivir con conciencia. Existir es cumplir expectativas externas; ser es responder desde lo profundo de nuestro interior. Existir es repetir rutinas; ser es darles sentido. En un mundo que premia la productividad y la rapidez, detenernos a reflexionar sobre quiénes somos y hacia dónde vamos es un acto de salud mental y de valentía. La invitación, entonces, es a preguntarnos con honestidad: ¿Estoy existiendo o estoy siendo? La diferencia puede parecer sutil, pero en esa brecha se juega nada menos que nuestra felicidad y nuestra plenitud. Porque la vida no se trata solo de respirar y ocupar espacio; se trata de ser, y en ese ser; encontrar la libertad y el propósito que nos hacen verdaderamente humanos.