En tiempos recientes he comenzado a salir de diversos espacios de colaboración. Espacios significativos, llenos de propósito colectivo, donde durante años deposité energía, tiempo y pasión. Salir de ellos no ha sido una renuncia, sino una pausa profundamente introspectiva. Porque, aunque parezca contradictorio, muchas veces las pasiones que creemos que nos llenan, también nos consumen. Nos sostienen, sí, pero a veces como una muleta emocional. Hoy, como persona me encuentro en ese proceso de saberme genuino…
Desde la Psicología, sabemos que el ser humano no actúa únicamente desde la lógica o el altruismo. La conducta prosocial, incluida la colaboración voluntaria, puede estar motivada tanto por el deseo genuino de contribuir, como por la necesidad inconsciente de llenar vacíos emocionales o reafirmar la identidad personal (Deci & Ryan, 2000). En ese sentido, ayudar no siempre significa estar bien. A veces, la acción es una forma de evasión. Por otro lado, Carl Rogers (1961), en su enfoque humanista, planteaba que la autenticidad nace del contacto genuino con uno mismo, lo cual requiere vulnerabilidad, revisión continua y congruencia interna. Cuando colaboramos desde una desconexión con nuestras propias emociones o desde heridas no procesadas como pérdidas, culpas, duelos no resueltos o exigencias autoimpuestas, es posible que confundamos “pasión” con “escape”. Hacemos más, producimos más, nos involucramos más… pero ¿desde dónde?
La teoría del afrontamiento de Lazarus y Folkman (1984) nos recuerda que los seres humanos desarrollamos estrategias para lidiar con el estrés, y una de ellas puede ser la sobreactividad funcional. Lo cual significa llenarnos de tareas, proyectos o causas externas como forma de evitar el contacto con emociones difíciles. En esos casos, la colaboración se convierte en un mecanismo de defensa y no dejamos llevar por ser socialmente valorado, pero emocionalmente riesgosa si se sostiene desde el auto abandono. Esto no significa que colaborar esté mal, ni que sea una expresión patológica. Significa que es necesario detenernos a revisar el desde dónde hacemos lo que hacemos. ¿Está nuestra participación social conectada con nuestros valores y deseos auténticos? ¿O es una respuesta automática ante el miedo al silencio, a la inactividad, o incluso a la soledad?
También es importante resignificar el goce por las cosas pequeñas. Desde la psicología positiva, se ha documentado que el bienestar subjetivo no depende únicamente del impacto social o la productividad, sino de la conexión con experiencias significativas a nivel personal, como descansar, contemplar lo placentero, jugar, leer; simplemente existir. No todo lo que nos da sentido tiene que incluir al colectivo. A veces, el acto más revolucionario es detenerse, escuchar(se) y atenderse. No se trata de promover un individualismo narcisista como lo propone la famosa frase “primero yo, segundo yo, tercero yo”, sino de comprender que los colectivos fuertes necesitan individuos sanos, o sea, emocionalmente conscientes y responsables de sí mismos. La salud colectiva comienza por la honestidad individual. Hoy, más que una columna, les dejo una invitación a través de esta reflexión; ¿lo que haces está motivado por razones conscientes, o se ha transformado en una válvula de escape ante una realidad que no has querido mirar? ¿Tu pasión construye o te anestesia?