En una época donde los gestos, las palabras y las emociones se empaquetan en publicaciones y “stories”, se vuelve urgente distinguir entre lo que mostramos y lo que verdaderamente demostramos de nosotros(as)(es) mismos. Aunque estas acciones puedan parecer sinónimas, sus implicaciones filosóficas y psicológicas distan profundamente. Mostrar es, en muchos casos, un acto de presentación estratégica; demostrar, en cambio, es una consecuencia de la coherencia y el compromiso interior con lo que decimos ser. Sin embargo, es en esa diferencia donde se juega gran parte de nuestra salud emocional, nuestra autenticidad y el sentido de vida que construimos.
Mostrar quiénes somos ha sido históricamente una forma de solicitar pertenencia. No es nuevo el deseo de ser vistos, admirados o comprendidos. Desde la alegoría de la caverna de Platón hasta los perfiles digitales contemporáneos, la humanidad ha tendido a proyectar versiones de sí misma que resulten agradables a los ojos de otros. Sin embargo, mostrar sin demostrar corre el riesgo de convertirse en un espectáculo vacío. Jean Paul Sartre sostenía que “el hombre no es otra cosa que lo que él se hace” (Sartre, 1946), y esa afirmación desmonta la ilusión de que basta con declararse algo para serlo. Lo esencial de la existencia, según el existencialismo, es la acción, no la apariencia.
Demostrar, en cambio, es un acto más íntimo y complejo. No basta con decir que se es una persona empática, honesta o solidaria; hay que ejercerlo en las pequeñas y grandes decisiones de la vida. En el plano psicológico, Carl Rogers referente del enfoque humanista planteaba que solo cuando una persona actúa desde la congruencia puede acercarse a una experiencia plena de sí misma. “Cuando el individuo está en profunda congruencia, la persona y la experiencia dejan de estar en conflicto, y florece la autenticidad” (Rogers, 1961). Este florecimiento no es automático ni simple, implica autoconocimiento, trabajo emocional y voluntad ética. Demostrar es, por tanto, un compromiso sostenido con la verdad interior.
Desde la Psicología Social, esta tensión entre mostrar y demostrar ha sido ampliamente estudiada. Mark Leary (1995) desarrolló el concepto de autopresentación, entendida como el conjunto de estrategias que utilizamos para moldear la impresión que causamos en los demás. Estas estrategias pueden ser adaptativas, cuando responden a la necesidad legítima de conexión, pero también pueden volverse patológicas si se convierten en máscaras que distorsionan nuestra identidad para ser aceptados. En esos casos, emerge la disonancia cognitiva, descrita por Leon Festinger (1957) como el malestar psicológico que surge cuando nuestras acciones no están alineadas con nuestras creencias. Es en esa grieta donde muchas personas sienten que “se han perdido a sí mismas”, atrapadas entre lo que muestran y lo que, en el fondo, saben que no son.
Esta distancia entre el yo mostrado y el yo demostrado también tiene una dimensión ética y filosófica. Aristóteles afirmaba que “somos lo que hacemos repetidamente; la excelencia, entonces, no es un acto sino un hábito” (Ética a Nicómaco, II.4). En otras palabras, nuestro carácter se define no por nuestras intenciones o declaraciones, sino por los hábitos que cultivamos. Mostrar sin respaldar con actos equivale a prometer sin cumplir, a definirse desde la ilusión y no desde la praxis. Hannah Arendt, por su parte, advirtió sobre la banalidad de ciertas formas de actuar acríticamente, recordándonos que la falta de reflexión puede tener consecuencias políticas y humanas profundas. Mostrar sin pensar, sin cuestionarse, puede ser tan peligroso como actuar mal.
Esta reflexión no busca condenar la necesidad humana de expresarse, sino invitar a una práctica de coherencia. Vivimos en una sociedad donde “mostrar” es sencillo y muchas veces incentivado, esto, a través de las redes sociales, en entrevistas, incluso en interacciones cotidianas. Pero “demostrar” exige profundidad, exige vivir desde una ética personal que trascienda los aplausos. Implica asumir que nuestra verdadera libertad no está solo en proyectar lo que queremos ser, sino en sostener con acciones lo que decimos ser. Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra, decía que “la libertad última es elegir la actitud personal ante cualquier circunstancia” (Frankl, 1946). Elegir demostrar, y no solo mostrar, es ejercer esa libertad con responsabilidad. La vida auténtica no requiere ser perfecta, sino coherente y en busca de progreso. Cuando lo que mostramos coincide con lo que somos capaces de demostrar a través de nuestros vínculos, decisiones, errores y aprendizajes, dejamos de vivir para la mirada externa y comenzamos a habitar con honestidad nuestra existencia. Esa es la verdadera revolución, vivir desde adentro; firmes, perfectamente imperfectos, pero profundamente humanos.